Día 19 de #QuédateEnCasa

El 31 de marzo no es una buena fecha. Desde hace 11 años no es un día bueno. Este día del 2009 la parca se llevó a mi abuela materna, a quien el Alzheimer se la había llevado mucho antes.

Sin embargo, es este día el que marca el calendario como el de su adiós. Un adiós que, aunque progresivo, dolió, pero con el paso del tiempo duele más.

El año pasado, cuando se cumplieron diez años, ya me despedí de mi yaya Lola de la única forma que podía, soltando todas las emociones albergadas durante años por su ausencia en forma de palabras en uno de estos artículos terapéuticos.

Fue así como logré cicatrizar un poco una herida abierta desde hace mucho más de diez años. Un pellizco que se inició aquel primer día que olvidó mi nombre, se convirtió en arañazo aquel otro en el que solo me sonreía sin intentar adivinar yo qué pasaba por su mente, hasta que esos momentos comenzaron a desgarrarme por dentro. No me gustaba verla así, porque ella no era así. Mi abuela era toda alegría, verla privada de ella hizo que espaciara mucho mis visitas a su casa. Esa señora que miraba al infinito y medio sonreía sin el fulgor que la caracterizó, no la sentía como mi yaya.

Porque mi abuela, aunque nacida en un pueblecito cordobés, no tenía el gracejo andaluz (aunque conservaba el acento,) ni muchos de esos defectos o singularidades que caracterizan aquella sociedad, pero, a pesar de salir joven de su tierra sí mantenía la jovialidad y la risa que describe a muchos de los allí nacidos.

Su mirada era limpia a pesar de que su vida estuvo marcada por la pérdida muy joven de su padre y por cómo hubo de vivir la guerra civil; pero le esperaba lo mejor, porque nadie como ella logró ejercer el matriarcado en la familia ni ser tan adorada por todos sus miembros. Era ella quien nos reunía, era ella quien organizaba las comidas familiares, era ella la que conseguía…todo, hasta lo que más le gustaba: llevarnos de viaje a su tierra.

Hoy, entre confinamiento, trabajo y cierto malestar general, es todavía su recuerdo lo que consigue nuestra sonrisa. Ella sí lograba que, a su lado, todos riéramos con esa capacidad de amor que emanaba para incluso ser considerada una madre para su yerno y su nuera.

No obstante, son sus dos nietos pequeños los que, tal vez, más la disfrutaron, aunque yo, por eso de la edad, creo que también fui muy privilegiada. Yo visité varias veces su pueblo natal, le encantaba pasearnos por allí e incluso consiguió vestirme de faralaes y casi, si me descuido, a pesar de mi poca gracia para el baile, me hace aprender sevillanas.

Además en mi época colegial fue con ella con quien vivía las excursiones del colegio. Mientras el resto de compañeras iban solas o con sus madres, en mi caso era mi abuela la que me acompañaba a las Cuevas de la Vall d’Uixò, el Peñón d’Ifach, las salinas de Torrevieja, etc. y siempre conseguía ser el centro ante el que giraba la excursión. La señora Lola era el alma de todas las reuniones y no solo porque llevaba galletas para todos, invitaba a helados a todos, era porque nadie conseguía como ella invadir de alegría el entorno y…jope! Ella era mi yaya.

Por eso, recordarla a ella en este día, incluso desde esta forzada soledad física (esta semana más perceptible emocionalmente, quizás porque los sentidos no están al 100%) es imposible no hacerlo con su sonrisa en la mente.

Mi abuela no soportaría que estuviéramos serios o tristes y seguro que hubiera encontrado el lado positivo a este encierro.

Sus soluciones a los grandes problemas eran sencillas cuando a veces, es precisamente la ausencia de la simplicidad de la visión en presente la que evita asumir la realidad de la coyuntura del hoy.

Ella que vivía la alegría del vecindario en el barrio cada día; ella, la que lucía su bañador y gorro naranja butano por la playa o sus jerséis de colores chillones cada día (“porque el negro es de abuelas de otra época” decía); ella que disfrutaba comprando lo que fuera en el mercadito, todos los jueves en el Cabanyal y todos los viernes en la Malvarrosa; ella que, a veces, a hurtadillas del abuelo nos daba las estrenas o compraba desde caramelos a una pulsera o un vestido; ella que cantaba villancicos desde el 1 de diciembre como nadie en mi casa los ha cantado jamás desde que ella dejó de hacerlo; ella, mi yaya se enojaría como no recuerdo haberla visto nunca, si percibiera que evocar su figura y su recuerdo es con lágrimas en esta situación a la que ella habría encontrado algún beneficio, aunque odiaba quedarse en casa.

Por ello, en esta coyuntura tan extraña y con todas las emociones alteradas, hoy no quería hablar de ella. Mi ánimo estos días no me permite la sonrisa que ella merece, por esa razón no he querido pensar en ella en toda la jornada; pero ahora que acaba el día, ante esta pantalla y antes de intentar conciliar el sueño, surge su figura risueña en mi mente y prácticamente las palabras salen solas porque, a pesar de todo lo que estamos viviendo, como dijo el cantautor Ricardo Arjona en una de sus canciones “entre tanto que tengo, no encuentro razón suficiente para olvidarme de ti”…. porque es difícil olvidar a quien amas, porque es difícil olvidar a quien quieres, porque es difícil olvidarte yaya.

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