Día 16 de #QuédateEnCasa

Una de las ausencias más notorias en este confinamiento es “la comida de mamá”.

Yo soy de las que me declaro, no solo nula, sino totalmente “anti cocinitas”. Siempre he considerado que mi falta de atracción por el “arte culinario” radica en lo poco que me gusta comer, porque, no solo no considero la gastronomía como algo excitante, sino que no recuerdo ningún alimento que me estimule el sentido del gusto.

Y esta ausencia de encanto no nació provocada por los problemas que surgieron en mi aparato digestivo hace casi dos décadas. La verdad, no recuerdo, ni tan siquiera en mi época infantil, que me hiciera ilusión ni la repostería ni las golosinas.

Desde luego, hay platos que me gustan más que otro pero, a grandes rasgos, no me embelesa sentarme a la mesa para saborear ninguna vianda.

Esta apatía alimenticia no es generalizada en mi familia, pero tampoco soy un espécimen singular por ello, al menos, desde la parte paterna a los que, nos definen como “tiquismiquis”, cuando en realidad nuestro problema creo que reside, sinceramente, en que no somos hedonistas del buen comer.

Sin embargo, sí disponemos del privilegio de tener en la familia a la mejor cocinera que conozco, mi madre.

Dicen los psicólogos que todos consideramos a nuestras madres como las “mejores cocineras del mundo” y que ser más o menos adeptos a determinadas comidas tan solo va ligado al afecto maternal y el sentido de pertenencia y unión con el nido materno que surgen intrínsecos a nuestra condición de ser (los cachorros también se alimentan hasta que pueden hacerlo ellos solos, de su madre o a imitación de esta).

No, no he leído a Freud para extraer estas reflexiones, pero llevo años intentado averiguar las razones por las cuales no me resulta ningún manjar apetitoso si no está cocinado por mi madre.

Solo con sus comidas “disfruto”; aunque tal vez disfrutar no es el verbo más adecuado. Quizás sería ¿necesitar? Sí, puedo pasar días de viaje y añorar muchas cosas, pero lo que es innegable es que lo que más requiere mi cuerpo al volver a casa, o antes de partir, para almacenar suficiente sustento para llevar a cabo mis labores profesionales, vivir mis momentos de recreo e incluso realzar mi estado anímico, es nutrirme de los platos que guisa mi madre.

Además, mi elogio es mayor porque, no se trata solo de no gustarme la comida, también considero una pérdida de tiempo cocinar. Hay tantas cosas que hacer que eso de estar en la cocina…mmm…. En cambio, mi hermana, que tanto adoro pero tan diferente es a mí, ha recogido un poco el testigo maternal y es capaz incluso de embaucar a sus hijos para hacer un pastel, magdalenas o comidas típicas que en los próximos días vamos a notar todavía mucho más a faltar.

Porque si hay un factor que convierte en única la Semana Santa Marinera, la fiesta de mi barrio (que por segundo año consecutivo –el pasado fue por la lluvia- no vamos a disfrutar) es su especial gastronomía popular durante esa etapa de la cuaresma.

Me refiero a recetas que han pasado de generación en generación y que son indispensables en cualquier mesa de una casa del Marítimo los próximos días: la titaina, los pepitos, las croquetas de bacalao, l’esgarraet, las torrijas,…estas son solo algunas de las que, sin pensar, se acercan a tu mente para evocar cómo, en mi Cabanyal (y en todos los barrios de la València Marítima), la comida está muy ligada a su raigambre cultural e histórico todo el año, pero especialmente estos días venideros de primera luna llena de abril.

Al fin y al cabo, hablamos de un barrio (pueblo hasta 1897) habitado por pescadores y rodeado de huerta. A veces pienso que la cocina mediterránea es la cocina del Cabanyal, en ella está la tierra y está el mar.

Diariamente, en eso que era mi cotidianeidad antes de esta coyuntura de estado de alarma, mi comida habitual era de tupperware, es decir, las fiambreras de toda la vida. Cada fin de semana me provisionaba (uff!! duele hablar en pasado, pero hace tanto ya….parece que me refiera a hace unos meses como un tiempo que evocamos muy lejano), de los platos de mi madre para superar la semana con la dieta más adecuada a mi momento y la estación del tiempo que vivimos.

Sin embargo, en esas fiambreras no puede almacenarse la cantidad de platos que mi madre es capaz de cocinar con el arroz como ingrediente principal. No hay duda, si tengo que elegir un alimento que, creo que desde niña, soy capaz de zamparme sin rechistar, ese es el arroz. Y si es con caldo mejor.

El arroz al horno, la paella, el arroz a banda, son recetas que, puesto que el arroz es seco, sí puedo comer semanalmente pero, ay, esos arroces “caldositos” como los llaman mis sobrinas, eso son exquisiteces del fin de semana y….desde hace casi 20 días imposibles de degustar.

Así que hoy me he saltado el confinamiento, eso sí, no he pisado la calle y solo han sido 8 minutos, el tiempo necesario para bajar al garaje, coger al coche ir a casa de mis padres, que mi madre desde el portal me acercara una bolsa con un tupperware y el arroz todavía caliente y volver. Hoy tocaba arròs en fesols i naps, una receta que jamás he comido cocinada por otra persona que no fuera mi madre, en ningún restaurante ni casa he sido capaz de degustarlo…mmm… tal vez, puede que sea una de mis comidas preferidas.

Desde luego, si no lo era hoy se ha erigido con el título porque en esta jornada de sábado he disfrutado (ahora sí, disfrutar) de él como si fuera el mayor de los manjares que me ha permitido vivir uno de esos momentos que, en este encierro, se convierten en sublimes.

El sol ha querido venir a envolver el placer de degustar el arroz de mi madre en la terraza, con la Sierra de la Calderona al fondo y el ruido de algún coche lejano junto al sonido de las olas de un mar que sigue embravecido.

Ahora, tras más de quince días en clausura puedo decir que ha sido el primer momento íntimo de soledad vivido con felicidad.

Tras este argumento, ¿queda todo lo anteriormente expuesto en hipocresía?, ¿puede que sí me guste comer? O ¿puede que añore la “cocina de mamá”?, imagino que en estas circunstancias se ensamblan distorsionadas emociones que se agigantan cuando antes eran relativizadas y hasta, en algunos momentos, menospreciadas.

El día ha sido diferente por esa ilusión que, al mismo tiempo, me ha permitido ver desde la distancia unos segundos a mis padres. Los veo bien y parece que, psicológicamente están relativizando el aislamiento, conscientes de la necesidad de esta reclusión para lograr pronto eso que nos hace felices, nuestras reuniones familiares.

Una tarde soleada y el inicio de una nueva novela han sido los otros placeres de un sábado vivido en soledad y con un silencio apenas truncado porque hoy no ha sido tarde de llamadas y mensajes. Ha sido una jornada que ha transcurrido con brotes de realidad y con otros sentidos enaltecidos y aislados de las últimas hirientes informaciones, noticias que algunos conocíamos iban a llegar, no por ser adivinos, simplemente porque el periodismo es un servicio esencial y hace unos días ya circulaba la información esta tarde ratificada por Sánchez. Pero no resulta grato saber. A veces, tener información, como dicen los niños pequeños, “no es bien”, aunque ahora prefiero dejar esa reflexión para mañana…

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