El mar. La mar.
El mar. ¡Solo la mar!
Los que hemos tenido la suerte de nacer cerca del mar sabemos de su capacidad para embrujarnos, como hechizado se percibe al autor de estos dos sencillos versos, el poeta Rafael Alberti.
Cuando además estás acostumbrada a oler al salitre en el viento cada día, alejarte de su brisa te genera recelo y un extraño sentimiento de añoranza. Si además has nacido en el barrio marítimo de la ciudad y vives a metros de la arena, la fortuna que representa otear cada jornada, aunque sea un solo instante, la línea difusa que confunde en el horizonte la distancia entre el mar y el cielo acrecienta tu privilegio.
Yo me siento afortunada de mis raíces, pero sobretodo de haber heredado la pasión por el mar, la mar. En definitiva, ese lugar natural al que es imposible ponerle puertas, donde la imaginación siempre te mece en olas. Porque el mar no es ese cuerpo de agua salada interconectada ni esa masa de agua que ocupa un espacio en la superficie terrestre, como indican los diccionarios que la intentan definir.
El mar es la guarida. Allí es a donde acudimos los que lo amamos como bálsamo para mecer el alma; es a él ante el que invocamos por nuestro hoy, por nuestro mañana; es el felpudo ante el que limpiar nuestras huellas cuando has varado en veredas inhóspitas; es el rincón donde la soledad no existe…, porque cada ola que rompe en la orilla acompaña tus pensamientos, tus turbaciones, tus desasosiegos….y tus alegrías.
“Qué le voy a hacer si yo… nací en el Mediterráneo”.
Por eso, mi mar, mi Mediterráneo ocupa ese espacio donde se guarecen eternamente los amores, esa área imperturbable, jamás intimidada por la presencia de otros amores.
No recuerdo cuándo comenzó mi romance con el mar. Tal vez fue cuando a muy temprana edad, en aquellos tiempos del siglo pasado cuando se trabajaba incluso en algunos oficios los domingos, cada matinal dominical junto a mi madre paseábamos desde mi casa por el barrio hasta encontrarnos con mi padre saliendo de trabajar (en astilleros, en el mar) cerca del edificio del reloj del puerto de València. Un lugar que, para quien no lo conozca, erige presuntuoso desde su construcción hace poco más de un siglo (1916), cuando originariamente se pretendió que albergara viviendas para la burguesía valenciana, poco después que la ciudad anexionara (en 1897) el hasta entonces municipio independiente Poble Nou de la Mar que conformaban los barrios del Cabanyal y Canyamelar y que hoy acoge exposiciones y algunas oficinas de la autoridad portuaria.
O quizás su cortejo comenzó cuando ir a comer a los restaurantes a orillas del mar era la excusa de alguna majestuosa celebración familiar como fue por ejemplo, el bautizo de mi hermano.
Aunque tal vez, el flirteo se convirtió en noviazgo permanente cuando comenzamos a pasar casi por completo los veranos literalmente juntos, en lo que en la década de los 70 y los 80 eran los merenderos que se instalaban en junio y duraban hasta la primera quincena de septiembre instalados en la playa. Sí, definitivamente en Hermanos Barberá, pero sobretodo en La Alegría de la Huerta, con mi familia playera, José, Mª Ángeles y sus siempre añorados padres, además de Rosa, Conradín o el señor Enrique, es cuando nuestra aventura se convirtió en querer incondicional.
Por eso, hoy, no me valía con divisar el mar.
Por eso hoy, como poseída por una voluntad indomable, necesitaba inspirar su fuerza (por qué es en un lugar tan reposado dónde más fuerza logro acopiar).
El esquivo al encierro unos instantes ha sido con la excusa de bajar la basura. Más o menos lo que cuesta ir al garaje, arrancar el coche, salir por una puerta, dejar las bolsas y entrar por el otro lado del garaje. Pero antes, he cruzado la calle (en coche) para contemplar durante un instante un mar embravecido, quizás también perturbado por la llegada de una primavera gris que lo ha dejado en soledad.
Allí estaba yo, pensando sin pensar, percibiendo la fuerza de un oleaje resignado a morir en la orilla incapaz de sobrevivir para esquivar la llegada de otra ola, cada vez más vigorosa… y como único sonido, el sonsonete del mar enfurecido.
No dejará de sorprenderme el forcejeo de las olas cuando en momentos de tormenta impetuosa se sublevan a convivir en armonía, al fin y al cabo, saben que necesitan llegar a la orilla para volver atrás, recuperar el vigor y desde el fondo, allá a lo lejos, renacer con otra faz pero con el mismo ímpetu; aunque con un deambular, tal vez, más sereno, más armónico.
El mar lo sabe y nosotros en este aislamiento estamos descubriendo que, a pesar del vendaval y el continuo aguacero de informaciones hirientes, hoy queda un día menos para caminar por la orilla, compartir paseo con las golondrinas y restaurar aquello que llamábamos normalidad y que ahora no es más que el pasado que no volverá…..Porque después de este virus inoculado en nuestra sociedad para en contra de amordazarla, despertarla, nada será lo mismo… porque ahora estamos descubriendo quereres, añorando abrazos de personas que no creías necesitar abrazar, evocando momentos que no sabías valorar, experimentando emociones que ni intuías conocer y dibujando sueños desde una atalaya que, cuando todo esto pase, será el faro que nos guiará en un nuevo navegar.
Porque en esta soledad, el mar nunca nos dejará solos.