Todos los que me conocen saben que yo no soy muy apasionada de las Fallas, tan solo durante esa época infantil en la que a todas las niñas es casi inherente que, al nacer en el cap i casal, te sientas identificada como fallera.
Ahora, mirando atrás, recuerdo cómo me gustaba vestir el traje de valenciana; aunque no era nada sociable en la comisión a la que pertenecía (la falla Escalante-Marina que por cierto, este año celebra su 50 aniversario, una conmemoración que no olvidará jamás y que ya es histórica), sí que era la primera en estar en el casal vestida para cualquier pasacalle o acto, pero ni me hechizaba el ambiente fallero, ni me cautivaba lanzar petardos y pocas eran las ocasiones en las que entraba en la barraca o compartía larga conversación con las compañeras con quien coincidía en la fila para desfilar.
Sin embargo, como todas las niñas, entre juegos y sueños imaginaba que yo era la fallera mayor, la protagonista de la fiesta, la que vivía todos los actos desde la perspectiva de reina de la fiesta. Este hecho jamás se produjo porque el destino me reservaba una posibilidad mayor de ser absolutamente feliz gracias a las celebraciones josefinas. Ese sueño fue inmenso. La realidad fue mucho mejor que cualquier ilusión imaginada aquel año 2018, concretamente el periodo que va desde el inicio del 20 de marzo del 2017 hasta el 19 de marzo del año 2018. Fue uno de los años donde más momentos de eso, que cada cual define según su baremo emocional, como felicidad, pude sentir (emociones que en coyunturas como estas te gustaría poder disponer de ella en un cofre que poder abrir y percibir con toda su fuerza).
Sí, fueron doce meses maravillosos. A pesar de mi escaso espíritu fallero viví actos que, ni sabía que existían, desde una perspectiva sentimental que me originó muchas lágrimas… pero todas ellas de dicha. En ese ejercicio fallero, ya lo sabéis muchos, mis sobrinos Pau y Nerea fueron los reyes de la comisión de Serrería, presidente y fallera mayor infantil. Con 10 y 7 años, mis renacuajos nos ofrecieron momentos de dicha infinita que, sobretodo, las mujeres de la familia Damià gozamos de una forma inefable.
Tras la cremà de la falla aquella fría noche del 19 de marzo de 2018, las fallas volvieron a dejar de emocionarme, aunque confieso que cada año siempre intento extraer un instante de mi agenda para presenciar in situ la ofrenda.
No obstante, por esos extraños vaivenes emocionales que, tal vez, este enclaustramiento nos genera a muchas personas, hoy cuando imagino que durante todo el día las calles de València estarían llenas de ríos de gente, que yo estaría huida en mi casa para evitar el alboroto del ruido de masclets y petardos a deshora, o que en todos los medios de comunicación no habría más noticia que la entrega de premios a los monumentos falleros, siento extrañamente una cierta nostalgia.
Dicen que no se puede añorar lo que no amas, por lo que, eso supondría que irracionalmente y muy a mi pesar, algo de sentimiento fallero debo albergar en algún rincón de mi parte emocional. Como se diría comúnmente, mmm….tendré que hacérmelo mirar.
Porque este 16 de marzo ha amanecido lluvioso y brumoso. Aun así, con el fin de mantener una rutina escrupulosamente diseñada el pasado viernes, quizás excesivamente rigurosa, el despertador ha sonado antes de las 8.00 h, para iniciar una extraña jornada laboral que hoy, sí ha sido un cambalache emocional. Ayer fue un día estresante en el que me sentí periodista desde la distancia y en el que pude realizar, varias de mis tareas habituales, sin embargo, en este lunes de marzo, mi jornada laboral ha sido demasiado tranquila. La información deportiva es cada vez más escasa y pocas son las informaciones novedosas que se pueden ofrecer a la población. A pesar de ello, al menos esta tarde he podido incluso redactar para nuestra web la suspensión de la liga ACB, subir algún vídeo a redes sociales y hasta preparar algún boletín de radio que luego leerían los compañeros; pero poco más, lo me ha generado cierta impotencia y un tanto de abatimiento que he intentado compensar con la práctica deportiva.
Cuando acabe este retiro obligado, tendré más canas (descarto la visita a la peluquería para hacerme el tinte) pero si sigo el ritmo físico diseñado voy a disponer de un estado físico que jamás en mis casi cinco décadas de vida he disfrutado.
Eso sí, he dividido mi actividad en dos fases. Por la mañana, los 20 km de bicicleta (mañana comenzaré a alargar hasta los 25 km) y el stepper, ese viejo aparato que he logrado rescatar y que va a ayudar a pasar el tiempo, con lo que al ejercicio aeróbico de piernas he añadido la tonificación de glúteos, gemelos, isquiotibiales... Vamos, lo que sería fortalecimiento del aparato locomotor.
Para la tarde dejamos los estiramientos y aportaciones que ofrece la clase de yoga que mi maestra yogui ha comenzado a enviarnos. Después de haber visto y realizado alguna clase tutorial de las que pululan por internet hemos logrado convencer a nuestra seño que se animara por eso de que, disfrutas más lo que conoces.
Entre una y otra tanda de ejercicio, la comida (comienzo a echar de menos los arroces de mamá porque ni este aislamiento ha conseguido atraer mi interés por la cocina), y las horas de estudio del máster sobre protocolo y comunicación que inicié por eso de seguir acumulando conocimientos que poder llevar a la práctica en mi profesión y para el que tenía doce meses de realización, pero que, si, como ha dejado entrever el ministro de Fomento, la quincena se puede doblar en periodo de alarma, creo que voy a finalizar antes de la llegada del calor.
Y mientras tanto, la radio. Hoy he leído que la televisión vivió ayer su máximo histórico de consumo con 344 minutos por persona, sin embargo, yo sigo prefiriendo la radio, aunque esta noche la cierro viendo televisión y la única serie que he visto el último año y no tanto por el argumento sino porque, juntar a Coronado y Alex González, es un atractivo extra del que, confieso, me resulta difícil escapar…y menos en cuarentena.