Desde el arcén

Un tren que no llegaba, un arcén poco concurrido, una lluviosa mañana de invierno con helada escarcha bajo sus pies. Al fondo su mirada se perdía en un horizonte con tonalidades grises. Si deslizaba sus ojos desde la vía norte se vislumbraba una alta cordillera. Si decidía otear el sur distinguía un precipicio de un mar enfurecido cuyas olas chocaban y chocaban contra las rocas inmóviles, pero erosionadas. La orilla menguaba entre los peñascos cada vez más alejados del lugar donde mueren las olas embravecidas.

Con los ojos cerrados evocaba los últimos momentos vividos en aquel rincón, en aquel lugar en aquellos pasados días. Intentaba que fuera un recuerdo sereno. Nostálgica pero tranquila, sonreía, a pesar de que le invadía la emoción al recordar aquellos ratos felices.

Esos instantes cuando temblaba al notar en su cuello aquellos labios, cuando se estremecía al sentir su respiración en el hueco entre su mejilla y el lóbulo de su oreja. No era necesario más. El paseo de su boca por los valles y montes en esa parte de su cuerpo ya perturbaba sus sentidos.

Ahora se iluminaba su rostro e incluso se intensificaban sus pulsaciones simplemente al recordarse acurrucada entre aquellos añorados brazos.

Sin embargo, el tiempo había pasado inexorablemente y para aceptar la coyuntura de su vida hoy, mientras esperaba en otra estación otro tren, se convencía de poder lograr, de vez en cuando, conciliar los factores, alinear las estrellas y enderezar el sendero que le proporcionaría una cálida primavera en la que estrenar nuevos besos estrujada por más abrazos.

Soñaba mientras esperaba, intentando que aquel pensamiento no languideciera cuando llegara de nuevo otra vez esa época en que el viento era muchas veces huracanado y las sombras se asomaban incluso algunos días de pleno sol.

No obstante, aquí estaba, serena, a las puertas de otro capítulo vital que se aventuraba imprevisible, más o menos como casi todos desde que abandonó la edad de la inocencia infantil. Esperaba y mientras tanto, amasaba las caricias que le quedaban por estrenar y entregar construyendo un hoy que no fuera descorazonador por las ausencias porque, al fin y al cabo, la única realidad era la que vivía cada día en ese andén antes de iniciar otra jornada mientras esperaba sonriente, como la Penélope de Serrat, como se había acostumbrado a vivir.

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