Llegó el día. El trasiego de las primeras horas de la mañana presagiaba que, ahora sí, por mucho que los termómetros sigan superando los 30º, vuelve la “normalidad” al barrio.
María Amparo ha abierto la paquetería antes de las 9, casi al mismo tiempo que Flor y Ramón levantaban la persiana de la papelería donde relucen, con ese aroma todavía a recién impreso, los libros que pronto dejarán vacíos todos los estantes.
El quiosco está desde primera hora en funcionamiento, pero hoy a Don Pepe le acompaña en el mostrador Doña Paquita. Las cajas de cromos de todas las nuevas colecciones y los botes repletos de gominolas, algodones de azúcar y chucherías de todos los colores se han situado en primera línea del mostrador.
Entre el olor a plástico de las mochilas, el aroma de ropa nueva y ese perfume entre lavanda y fresco que desprende la colonia infantil más extendida en éste y otros muchos barrios, el pueblo recupera su esencia de vida.
Los sollozos de los más pequeños aferrados al cuello de las madres y la mano fuerte de los abuelos se resisten a entrar en ese sitio desconocido desde donde se adivina el sonido de una ligera música infantil. Sus lamentos se fusionan con los chillidos de los niños en edad infantil que saludan con emoción a sus amigos, mucho más morenos de piel y con el look estival todavía en el rostro.
Alguna temerosa niña, apretando con fuerza sobre su pecho una carpeta todavía inmaculada, camina apocada entre tanta algarabía en busca de su nueva aula del que va a ser su nuevo hogar escolar.
La todavía imberbe chiquillería, que estrena ese curso en el que no es de uso obligatorio el uniforme, se saluda con un choque de palmas o con esos grititos histéricos que, todas las niñas, parece que tienen obligado realizar en época adolescente como saludo.
Bendita inocencia. Bienaventurado llegado curso escolar. Exclamaciones, voces, griteríos, quejas que se barruntan con los saludos de las madres, los besos al aire de unos y otros y los cláxones de los coches empecinados en dejar al hijo en la mismita puerta de la escuela sin importarles mucho el colapso del tráfico.
-Xé! Tranquils que tots tenim pressa.
El estrés invade las calles porque, claro, la tostada siempre cae por el lado de la mantequilla, y el colegio abre sus puertas precisamente hoy, día de mercado.
Y así, en solo unas horas la calle, ayer casi desierta, ha amanecido entre los rugidos del despertar de un nuevo año escolar y el retorno a una rutina donde, casi todo, parece igual.
La cotidianeidad se persona de nuevo para recordarnos que es el momento de cerrar el capítulo estival en nuestro libro de vivencias para abrir esas largas páginas de las costumbres invernales.
A estos pequeños poco importará que sigan o no las temperaturas estivales, que el gobierno esté en funciones, que suba la deuda pública, las elecciones en Rusia o las estridencias de Boris Johnson y el Brexit.
La bendita inocencia de la edad educativa circunscribe su mundo a un aula, su mayor problema es ese examen, el estrés por aprender esa lección y su ansiedad en el momento de recibir la nota por aquella prueba.
Ahora celebramos con ellos la vuelta al cole y mirando alrededor piensas, dejémosles vivir sin perturbación esa edad en la que se forjan los espíritus, se interpretan las dudan y existe la ilusión de aprender porque, como dijo B.B.King “lo maravilloso de aprender es que nadie puede arrebatarnos lo aprendido”.