Pretendió que aquel adiós no fuera el final. Intentó que aquel primer día no fuera, al mismo tiempo, el último, pero tras cruzar aquel umbral y no mirar atrás, ella percibió que sí, el primero sería el último.
Desde aquella puerta percibió que lo vivido ya era caduco y el instante sería eterno en el recuerdo, pero irrepetible en presente.
Siempre se quiere el inicio más majestuoso cuando emprendes una nueva aventura, se pide el perdón para los errores que los eventos primerizos llevan intrínsecos, aunque los comentarios y las críticas cuando te lanzas al escenario público son inevitables.
Esgrimió argumentos reconocibles. En aquella, su presentación en sociedad en un contexto que creía dominar, no reparó en el flujo de sensaciones que generan en determinados seres el barrullo de emociones basadas casi únicamente en la soberbia, la envidia, la inseguridad y el miedo.
Siempre el miedo. El temor propio ante la incertidumbre de las consecuencias que generaría su atrevimiento plasmado en forma de redacción de aquella obra literaria y el ajeno de los seres inseguros que la rodeaban en esa jornada de presentación de su libro.
Durante meses vivió imbuida por una coyuntura que cambió sus hábitos y revolucionó sus rutinas. destruyó su zona de confort y le obligó a buscar asideros, motivos y personas.
Lo intentó y creyó haber conseguido la victoria tras dedicar a aquel trabajo tanto corazón, pero esa mañana de invierno, ante aquel público que oteaba cada uno de sus movimientos y analizaba cada una de sus palabras, sintió destruir su inocencia por el egoísmo, reuniones y perspectivas de personajes donde la ambición se antepone a valores de amistad, sinceridad, generosidad y honestidad.
Cuando comenzó a escribir no quiso imaginar que había emprendido el camino de la despedida al síndrome de Peter Pan en el que se refugió durante décadas, ese que se cementa en el rechazo del mundo adulto por defender la imaginación.
El Principito era su libro de cabecera, pero, como el personaje de Antoine de Saint-Exupery, la realidad le apartó de la creencia que lo esencial no era invisible a los ojos. La realidad de la verdad no otorga plausibilidad sólo a lo racional y emocional.
Sin embargo, no desfalleció. La plenitud dura poco pero su espíritu era indomable. A veces el orgullo pisoteado es el mejor acicate de la regeneración y ahí encontró su espacio y su comodidad, su terapia y el regazo en el que acunar todo lo que necesitaba albergar entre ilusiones y esperanzas.
Por eso, a pesar de las frustradas expectativas, no pidió perdón ni disculpas. Decidió no poner puertas a su mar, no acallar lo que el corazón le dictaba ni perder la fuerza de navegar aunque ese día entendió que su travesía seria contracorriente....pero solo quedaban días para iniciar una nueva travesía porque escribir era su terapia.