Era un número bonito. Lo tenía todo para ser un año redondo, pero hoy, 366 días después, (sí, bisiesto, hasta en eso ha sido raro) le decimos adiós sin ningún calificativo positivo que acompañe a este 2020.
No solo no ha cumplido las expectativas, sino que colectivamente ha zarandeado casi todo: principios, valores, rutinas, costumbres, hábitos, relaciones, amistades y ha aniquilado momentos, matado sueños, arrasado ilusiones, humillado esperanzas, robado besos y despojado de abrazos.
Es fácil desear que acabe este infeliz pandémico “horribilis” año.
Sin embargo, uno de esos “amigos” que son ángeles de la guarda (si estos existen en algún lugar) me aconsejó que, hoy, cuando esto de hacer balance parece obligado y, aunque es algo que yo siempre intento esquivar, en esta singular coyuntura podría ser una excelente terapia buscar, aunque para ello sea necesario ejercitar la memoria y escarbar por las emociones, en el desván de las vivencias de estos últimos doce meses porque seguro que hallamos instantes que nos extraigan la sonrisa con la que deberíamos recibir la nueva página del calendario que abriremos sin la algarabía de otros 31 de diciembre.
Bucear entre las vivencias en tiempo de zozobra representa asumir un riesgo emocional y el temor a desequilibrar el palpitar de cualquier sensible corazón; aunque también puede amortiguar los anhelos e inquietudes si escrutamos nuestro alrededor objetivamente. Porque la perspectiva puede provocar quebrantos o dicha, si lo que decidimos es visionar desde nuestra atalaya que el sol brilla en lo alto casi todos los días o si, por lo contrario, nos embobamos ante las sombras de las nubes que inexorablemente, en algún instante lo cubren o cobijan. Es decir, todo depende de la actitud y la emoción en que arrullemos los recuerdos.
“A un hombre le pueden robar todo, menos una cosa, la última de las libertades del ser humano, la elección de su propia actitud ante cualquier tipo de circunstancias..." escribió Viktor Frankl en El Hombre en Busca de sentido, esa lectura que fue casi obligada de forma generalizada durante aquella primavera de confinamiento para adecuar nuestra cotidianeidad al silencio y la soledad de unos días vacíos. Es decir, que todo depende de la actitud.
Y con la compañía de una susurrante melodía rítmica que no aturda mis sentidos excesivamente tendentes a la melancolía casi de forma intrínseca a mi personalidad, me siento estas últimas horas de un 2020 ante esta pantalla con el reto de conjugar la realidad desde una actitud óptima para inspirar fuerte y sentir.
Es entonces…cual varita mágica, me siento rodeada de unos brazos que, aunque imaginarios, albergan esa lista de “privilegios” que me ha regalado el 2020.
Y de forma majestuosa surge la imagen de mi familia y el la suerte de que, tal vez con más o menos energía y salubridad que en otros años, aquí seguimos todos, separados “solo” físicamente pero, sin duda, más unidos que nunca; porque hemos superado las dos primeras olas de la Covid con algún rasguño en forma de daño colateral indirecto pero con la gratitud de no haber sido atacados por el bicho.
Hay más cortesías porque, a pesar de esta dura crisis económica y los meses de preocupación, las luces llegaron y cerramos este diciembre todos los integrantes de la familia con edad laboral ejerciendo nuestra profesión y disponiendo de un puesto de trabajo.
Sigo rebuscando y ahí están las amistades inefables e infalibles. Un regalo porque en esta época de distancia su proximidad ha sido extraordinariamente cercana hasta establecer unos afectos que han crecido todavía más en aprecio, querencia y hasta idolatría por ellas. No importa el número sino el regalo que es tener un abanico de amigos capaces de sacrificar un domingo de agosto de pandemia para estar junto a mí con motivo de mi 50 cumpleaños convirtiendo esa jornada en uno de esos días que siempre serán excelsos en mi libro de vivencias.
Otra experiencia imborrable de este 2020 llegó durante el alivio que nos ofreció el virus en la época estival que me obsequió con la posibilidad de realizar uno de esos viajes que surgen de improvisto y, sin embargo, dejan una huella eterna, por el paisaje mediterráneo (siempre revitalizador), la compañía y los momentos compartidos.
Miro hacia atrás y al buscar entre los recuerdos todo parece un poquito menos pernicioso y maligno.
Despedimos este complejo, dificultoso y miserable año con los hospitales llenos, las calles desiertas, la luna plena y los ordenadores y teléfonos conectados para compartir el momento en que suenen las campanadas que abran el 2021. Avanzarán las agujas del reloj y no seremos tan fuertes ni valientes como nos creíamos ser cuando nos privaron de la normalidad aquel día de marzo del 2020, pero somos afortunados porque, aunque no muchos, algunos seguro que han (o hemos) aprendido que las prisas no son buenas y que, tal vez, no dirigimos nuestros destinos, pero sí somos los dueños del barco en el que queremos navegar y hasta en este año de mierda, si escarbamos en nuestro interior, aunque sea complicado, descubrimos que hay (han habido) motivos para incluir algunas sonrisas en este ruin y malévolo 2020 al que solo queda desear “BON VENT I BARCA NOVA”....