Aquella avenida repleta de luces lo trasladó a otro lugar, un lugar lejano en el tiempo, pero en aquella calle. Justo la misma donde hoy paseaba pero, donde hace algunos años, cada Navidad, los vecinos se reunían el día de la Inmaculada para preparar los dibujos que serían el soporte para la creación de las decenas de figuras de bombillas que inundarían las calles del barrio, de aquel rincón de la villa a orillas del mar donde nació…hace un tiempo también lejano.
Las luces colgadas por doquier y la algarabía de los niños en las calles durante las fiestas navideñas le llevaban inevitablemente a evocar su infancia, esa época en la que, casi todos, parecen ser felices.
Él lo fue. Y ahora también lo era, incluso al recordar aquel mundo, aquellos momentos. Le gustaba mirar atrás sin melancolía ni nostalgia. Hace tiempo que asumió el peso del inefable paso del tiempo. Aprendió a envejecer sin morriñas ni añoranzas. No le provocaba aflicción el recuerdo de las tardes de juegos, el aroma de las comidas de su madre, las noches de estudio mientras esperaba la vuelta del trabajo de su padre, las riñas de los más pequeños, la lluvia en los cristales las frías tardes de invierno, los años de estudio lejos de casa, los desvelos de las heridas en el corazón de los primeros amores.
No, no sentía tristeza por recordar lo vivido. Hace tiempo que exilió de su vademécum de emociones la congoja, el quebranto y el abatimiento cada vez que evocaba el pasado. Tras aquella enfermedad aprendió que el ayer solo es un eslabón de la cadena que vamos fundiendo cada día. Del pasado se nutre el presente y gracias a lo adquirido en el ayer, podemos disfrutar con gozo el hoy.
Por eso, él disfrutaba cada día. Se sonreía cuando recordaba aquella tarde que Pepón llenó de masclets los pies de aquel banco donde cada mañana los más mayores del barrio se reunían para, bajo los rayos del sol, comentar las últimas hazañas de Joanot, el jugador del barrio que llegó a jugar con el Barcelona en Primera División.
Ese mismo lugar donde, durante su adolescencia, los jóvenes se reunían para discutir de política aquellos convulsos años de una transición que, ahora, parecía también cuestionada. Esas nuevas olas que estaban adquiriendo la clase política del país sí le dolían, pero él rechazaba enfrentamientos. Por ello, obviaba en sus charlas en la Universidad el reconocimiento de méritos de instituciones nacionales e incluso continentales de que disponía en su curriculum por su extensa labor social en infinitud de proyectos por él liderados.
Le gustaba vivir el momento, disfrutar los detalles y otear cada amanecer el horizonte.
“El sol nace del Este con aires de Levante”, le gustaba decir. Por esa razón, cuando pudo acumular el dinero suficiente para tener su propia casa, tuvo sumo cuidado que ésta mirara al Este, a lo que cada día nace.
A pesar de sus años, a él le agradaba decir que cada día amanecía, precisamente por eso, sus miradas al ayer eran con una sonrisa, no en sus labios, sino en su corazón, en sus ojos.
En cada narración de añinas anécdotas ahuyentaba rencores y lágrimas, por eso, les gustaba tanto a los hijos pequeños y a los nietos mayores escuchar las historias del abuelo. Siempre campechanas, atrayentes, sugestivas e interesantes. Jamás delirantes. Siempre cariñosas.
Le gustaba recordar su infancia, pero aprendió a amar el ayer y querer al presente. Dando tiempo al tiempo, bebía a sorbos los deleites de los tiempos que la vida marcaba.
Hoy, aquella luz navideña le provocó un puñado de sueños que plasmaría en el papel al llegar a casa. Desde su jubilación había sabido reflejar la ternura de su mirada del ayer en los libros que tejían el pasado de un pueblo, su pueblo, ése donde nació y donde ahora disfrutaba cada día de la brisa, su olor, su color y ese aroma de villa mediterránea.
Su energía y su pasión en casi todo era inquebrantable, amaba tanto el ayer como el hoy, pero su ley era invadir de sonrisas cada día.
Porque quería tanto a los que ya no estaban, como a los nuevos seres que las crecientes relaciones familiares habían traído al hogar.
Porque vivía en el hoy sin olvidar el ayer…porque sabía que para luchar…para vencer….para reír…para amar….solo cuentas con hoy…
Y hoy, lo más importante. era hacer de cada gesto una sonrisa porque ……
“es tu risa la espada más victoriosa”.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa…….
(Nanas de la Cebolla. Miguel Hérnández)