Día 1 del #Desconfinamiento #Fase1

Ya casi se ha consumido esta primera jornada de esta #Fase1 en la que continúan las incertidumbres pero las circunstancias son más soportables. Toca establecerse en el presente y apartarse un poco más de los sonsonetes apocalípticos de algunos corifeos mediáticos (incluyo aquí también los mensajes y campañas esgrimidas a través de plataformas sociales digitales).

Sin embargo, personalmente confieso que sigo inmersa en un pavor a la calle que me aturulla. El aislamiento social de los últimos dos meses ha sembrado en mí una alta dosis de temor al gentío.

Vivir casi “vora mar” es un privilegio; pero en esta coyuntura, la ciudadanía quiere respirar “mar”. Esto ha hecho que a la hora del “toque de salida de casa”, deambular por el paseo marítimo o acercarse a la orilla y esquivar patinetes, dueños de perros, patinetes, ciclistas, runnings y esa nueva oleada de “corredores maduros” empeñados en convertirse en “novedosos deportistas”, a pesar de la fatiga que reflejan sus rostros y sus movimientos, haya convertido mi caminata al aire libre en uno de los momentos más complicados del día, se aceleran mis pulsaciones, se encienden mis temores y enervan mis sentidos.
Tengo miedo. Les tengo miedo.

Hubo un tiempo, hace casi dos décadas, que padecí algo similar a la agorafobia. Me incomodaban en exceso los espacios concurridos, las multitudes y hasta los lugares abiertos, aunque la aglomeración no era, a veces, excesiva. A pesar de ello, me generaba mucha ansiedad. Fue una etapa difícil felizmente superada y sin secuelas negativas, aunque estos días se han cruzado por mi mente algunas de aquellas experiencias vividas.

No obstante, ahora que se modifican los hábitos de las últimas semanas, ahora que recuperamos la libertad de compartir espacio (aunque con restricciones), ahora que aumentan las opciones de respirar brisa y viento desde las calles, ahora es cuando me incomoda la compañía y evito las caminatas necesarias para oxigenar tanto encierro.

La dimensión de lo vivido dificulta el olvido y más cuando son reiteradas las apelaciones a la prudencia y la responsabilidad, conceptos que cuesta vislumbrar en algunos momentos en la sociedad que, deseosa de ganar tiempo al tiempo, intenta correr (literal y metafóricamente) y conseguir cuanto antes culminar la escalada de esta desescalada que nos ubique protegidos en la “nueva normalidad”.

A pesar de todo ese cúmulo de sensaciones, a pesar de todo lo leído e intentado aprehender, esta semana mi desafío es dejar de demonizar a mis conciudadanos y razonar esos pensamientos irracionales que emergen en mi mente y me hacen huir de “la calle”.

El primer remedio ha sido cambiar el entorno de mi vagabundeo callejero. La Fase1 permite superar ese quilómetro que nos circundaba para ejercitarnos durante la #Fase0 y, al contrario de lo realizado por mucha parte de la población, mi opción ha sido alejarme del paseo marítimo, la orilla de la playa o la huerta que rodea mi dirección postal para deambular entre calles, gratamente medio desiertas, por el interior del pueblo.

Pasear por el Cabanyal, volver al “hogar”, aferrarme al refugio que son mis raíces y el entorno de mi casa paterna para recobrar la confianza objetiva perdida por los temores subjetivos a una enfermedad que, sin tener la desgracia de haberla presenciado cercana en el entorno, ha logrado incrustarse en mi mente de forma paranoica.

Somos animales sociales como he repetido varias veces en este diario, aunque confieso que no he logrado asumir en su integridad el concepto por verbalizarlo reiteradamente.
Además, somos colectivo, somos sociedad, somos…”peces de ciudad”.

Durante el paseo me han venido a la mente esas tres palabras que titulan una maravillosa canción de Ana Belén, Peces de ciudad.

Sí, esos somos nosotros, esa soy yo, aunque me sienta mejor encerrada en la atalaya donde he sido rehén para evitar “conocer” al bichito.

El por qué se ha cruzado en mi mente la canción tiene su explicación. Os cuento.

El pasado fin de semana, en la búsqueda de algún entretenimiento televisivo de esos que apuntas en agenda como pendiente o recomendable y luego el estrés con el que vivíamos “antes de” me había imposibilitado ver, decidí recuperar programas pendientes y estuve viendo una de esas emisiones televisivas que reconozco, está preciosamente construida como producto televisivo, pero que dejé de verlo porque me alborotaba muchísimo las emociones y, no importaba el personaje protagonista, siempre acababa deslizándose alguna lágrima por mi mejilla.

Aun así, ante las excelentes críticas y, puesto que era una asignatura pendiente, sucumbí a visionar el programa “El Cielo Puede Esperar” dedicado a Ana Belén.

Me cautiva demasiado la atractiva y férrea personalidad de la actriz, cantante y referente personal en muchas cosas, para mantener durante más tiempo en el desván el programa, a pesar de la fragilidad sensorial de nuestra presente coyuntura.

Además, había leído mucho sobre esta versión musical de Rozalén con la que cierro esta publicación y que hoy me ha servido para hacer más liviano mi paseo al asumir que, inevitablemente, a pesar de cabanyalera y “ciudadana de pueblo”, soy un “pez de ciudad” …
Y hoy que iniciamos etapa, como dice la canción, no es el momento de “huir”, entre otras cosas, porque “no quedan islas para naufragar”, más bien al contrario y aunque, me defino poseedora de sentimiento marino en las venas, somos, soy …”peces de ciudad”, aunque sea una ciudad pequeñita y no una urbe cosmopolita.

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