En el inicio de esta semana de desescalada se predecía una imagen apacible, pero poco duró la dicha porque pronto esta etapa se convirtió en una alta montaña de pronunciada subida. El optimismo al vislumbrar cierta perspectiva más nítida ha quedado diluido. Y, por primera vez en esta extraña coyuntura, he llegado a sentir envidia de algunos de mis conciudadanos.
Aun con el temor de parecer egoísta, tal vez, el saber que, prácticamente el silencio en las calles era generalizado y que nadie (salvo los profesionales de oficios imprescindibles) disfrutaba de la libertad de aquella rutina de “antes de…”, era como escribió Homero: “llevadera la labor cuando muchos comparten la fatiga”.
O vulgarmente, podríamos decir que “mal de muchos, consuelo de tontos”, porque esa tontuna era generalizada y te sentías “reconfortada” sabiendo que era compartida, a pesar del daño por las ausencias y las distancias.
Sin embargo, ahora que ves cómo la gente disfruta de un paseo prácticamente durante todo el día (aunque sean personas con tramos de diferentes edades); ahora que muchos han iniciado gradualmente su vuelta al trabajo (no a la rutina anterior, sino a esta “nueva normalidad” que representa esta fase de adaptación, o todavía de convivencia, con el covid-19); ahora que los días de luz son más largos y el sol parece haber superado también su fase de aislamiento…ahora es cuando más dolor te genera esta clausura.
Lo pasado no tiene remedio. No hay posibilidad de cambio a todo lo acontecido los últimos dos meses. Eso quedará ahí.
Ahora comienza una nueva era. Algunas sensaciones o instantes quedaran en el cajón, merecen ya guardarse en el olvido porque es el momento de abrir otros que construyan nuevos senderos pero...
Las esperanzas de la pasada semana (lavar la ropa primaveral, dotar de aspecto estival el armario, moldear el retorno al trabajo con ese anhelo infantil de “la vuelta al cole”, aislar las canas y recuperar el aspecto jovial del cabello) con la ilusión de iniciar también esa cuenta atrás para el “retorno”, se han esfumado bruscamente por ligeros detalles que, agrupados, me condenan a alargar mi etapa prisionera.
Al final, se ha impuesto la dictadura del cuerpo y los devaneos físicos internos han salido triunfantes. Aquella afonía que se asomaba y que, tras varias semanas, apenas ha sido reducida con remedios caseros y algunos químicos, el calificativo de “persona sensible de riesgo”, la prolongación del estado de alarma, en definitiva, la suma de lo que podrían ser solo factores superfluos, me han castigado a seguir siendo rehén de esta coyuntura.
No hay que añorar lo que no has tenido y me consta que pocas siguen siendo hoy las personas que han avanzado en su desconfinamiento, pero ya alumbran la oscuridad algunas estrellas.
Sin embargo, aquí estoy yo, presa de este encierro al menos dos semanas más. Sería fácil recurrir al victimismo e incluso culpabilizar a algunas particulares circunstancias de esta prórroga que habré de mantener.
A veces construyes poco a poco muros, otras veces se alzan de forma inesperada e inevitable. Por ello, ahora, de nuevo se trata de dirimir entre el desconcierto o la paciencia, entre el abatimiento o la tranquilidad, entre desalentarse o domesticar el ánimo.
La vida te da y te quita, pero a veces eres tú quien más te quita. Así que ahora se trata de recuperar aliento y salir a tu propio rescate para volver a depender de uno mismo, asumir la realidad, apartarse de ensoñaciones, no construir tabiques y aferrarse a lo y a los que tienes y seguir escalando porque siempre hay razones, personas y motivos por los que subir esas tapias aunque, por momentos, parezcan inquebrantables.
En el fondo, hasta la luna ha de batallar para poder brillar y renacer cada día.