Día 1 del #Desconfinamiento

El primer día de la fase 0 o del desconfinamiento o de la desescalada, ha sido un alto muro que ha precisado del ímpetu y energía que necesita superar una cuesta casi totalmente vertical cuando esa es la posición de un genérico malestar.

Dicen los aficionados a correr que entre muchas sensaciones que experimentan al calzarse las zapatillas hay una que destaca y es la sensación de libertad cuando vuelas contra el viento y, enajenada la mente, es el cuerpo el que marca tu ritmo.

Esa descripción tiene sus contrarios, porque son muchos los que pregonan que es precisamente la mente la dominadora del cuerpo en los momentos de fragilidad; aunque también es cierto que a veces, es el cuerpo el que se apodera de cualquier pensamiento para diluirlo. Esa inercia de correr, caminar, llegar a la meta conduce a muchos atletas a protagonizar esa imagen que en algunas competiciones hemos podido ver de cómo se desploman exhaustos al cruzar la línea de arribada. ¿Quién ha dominado ahí, la mente que solo piensa en la meta o el cuerpo que parece moverse por inercia?

Tengo dudas. Ambas son un solo conjunto intangible; aunque personalmente en varias ocasiones yo vivo una lucha entre mi mente y mi cuerpo. Me he cansado de escuchar eso de que mi cuerpo no sabe seguir el ritmo de mi mente. Por eso, de vez en cuando, al acumular días de servilismo del organismo al pensamiento y verse supeditado a mis intenciones conscientes, mi cuerpo se rebela.

En este primer día, cuando parecía que ya el futuro llegaba, mi yo corporal ha decidido resurgir dominador. Disponía de varios parámetros a su favor: días de insomnio acumulado, estrés laboral (mental más que real), inquietudes por la incertidumbre de esa nueva realidad, los días de encierro acumulado, la ausencia de abrazos y esa angustiosa revolución de las cuerdas vocales que suman cerca de cinco semanas actuando a su antojo, han sido factores suficientes para que el cuerpo haya pedido atención. No le era suficiente la hora de sesteo en el sol cada sobremesa sin otro cuidado más que mimarlo. No se ha conformado con dedicarle esos ratos de yoga en los que mi maestra yogui siempre repite que lo escuchemos solo a él.

No, hoy lunes, 4 de mayo, primer día de desconfinamiento, mi cuerpo se ha querido erigir en la estrella de la jornada.

Ha despertado acelerado con un ritmo de pulsaciones elevado, lo que concluía en primer lugar, que el sueño no había sido satisfactorio; el corazón parecía desbocado y ni un desayuno en la terraza inspirando la brisa envuelta del mar ha frenado su ímpetu.

El segundo intento era serpentear las intenciones que comenzaban a asomarse. Una primera llamada y ahí surge de nuevo su egocentrismo. Hoy no hay tono de voz, el timbre vocal es apenas imperceptible lo que provoca una sensación de angustia que conlleva la impresión de ahogo que genera la irrupción de la ansiedad.

No es obsesión pero son demasiados días conviviendo con la afonía y ni los remedios químicos ni los naturales parecen dominar una sinrazón. Y sí, he probado a cantar, a leer en voz alta y hay días que hasta podría gritar pero hay otros…hay otros que hablar es un esfuerzo físico que requiere de un trabajo extra.

Había llegado la jornada de librar la batalla entre cuerpo y mente. Y os aseguro que esas son las batallas que más coste me provoca.

Desde aquel día del reencuentro de Adriana-Verónica, la capacidad de controlar las emociones y dirigir los pensamientos al estado más óptimo según las circunstancias me había hecho infravalorar la hegemonía dictatorial de la que dispone el organismo.

Esta pandemia podría ser un ejemplo de cuan complicado resulta dominar a la naturaleza.

Pasar por casa de mis padres a recoger el arroz de “mamá” tras pasar por la farmacia y la herbolaria y abastecerme de propóleo y otros remedios químicos ha servido también como terapia compartir mi inquietud con ellos, aunque me ha quedado el remordimiento de haber dejado a mis padres con unas malas sensaciones.

Pero a veces los silencios son perjudiciales y es necesario compartir como terapia, al igual que sentarse ante esta pantalla cada noche se ha convertido en una actividad beneficiosa.

Algunas disertaciones que estos días proliferan para intentar describir los estados de ánimo del post-confinamiento describen un amplio abanico de sensaciones que hemos de saber atajar por si nos acechan: miedo al gentío o agorafobia, surgimiento de hipocondría, somatización de la ansiedad, etc. etc.

No intuyo, de momento, muchas de esas percepciones en mí, pero sí otras: el cansancio al encierro, la incertidumbre de saber cuándo podré volver presencialmente a mi puesto de trabajo, la impotencia ante tanta afonía e incluso, esa ausencia de mimos, palmaditas en el hombro, abrazos…

Había llegado de buscar en mi preferible refugio: el mar. A pesar de la estampida que tuve el pasado sábado al ver tanta gente en el paseo, hoy no era suficiente otear el horizonte desde la terraza. Necesitaba “mi” mar.

La tarde ha sido poco productiva, he comenzado varias tareas pero he sido incapaz de cerrar ninguna. Me he cobijado en el sofá, apoltronada temerosa esperando que el reloj diera las 20:00 h. para superar mis propios temores y abrir la puerta que me condujera a recuperar el control mental sobre mi estado físico. Preveía que ese podía ser el mejor antídoto para cerrar las heridas hoy abiertas.

Es difícil luchar contra sí mismo una misma batalla, pero a veces no hay que encerrarse en la desconfianza sino dejar ésta en el olvido e intentar salir de la cueva.

Ha sido poco más de una hora, sin teléfono, sin música, con mascarilla y algún titubeo de sobresalto por la proximidad de runnings, perritos, pero en general, el entorno era plácido, caminar sobre la arena, mojarse los pies en la orilla…

Quizás son menudencias, solo son detalles, pero personalmente esta salida hoy ha sido un huracanado aliento que me ha permitido escalar esa montaña con la que comenzó el día, podar los brotes dañinos, contemplar la luna menguante y, mientras el universo sigue su curso, recuperar la fuerza y la energía para otear una perspectiva que tienda a la serenidad para sumar jornadas más plácidas, incluso desde el aislamiento.

Al fin y al cabo, esta es nuestra coyuntura y desfallecer mientras subes la ladera seria perder la oportunidad de salir victorioso de esta pandemia porque como dijo, no recuerdo quién, “el triunfo radica en jamás desanimarse…porque lo importante no es vencer siempre, sino no rendirse nunca”.

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