El coronavirus nos tiene totalmente conquistados, ha invadido nuestras vidas en absolutamente todos los sentidos. La necesidad de obstruir, COMO SEA, la expansión de un virus que suma cada día muertos por encima, o cerca del medio millar de personas fallecidas tiene colapsado al país (también a buena parte de Europa y del mundo, pero no vamos a ir mucho más allá ahora por desconocimiento de qué pasa en realidad más allá de nuestra proximidad).
Todos somos conscientes de la paralización de los sectores económicos, sociales, culturales, deportivos…, estar enclaustrados es el mayor de los extremos de esta coyuntura provocada por el bicho. Pocas, muy pocas cosas están sucediéndose como “normales”.
El encierro está haciendo mucha mella no solo a nivel social, económico, etc. etc. Sino que sus consecuencias nos están mermando también psicológicamente e incluso comienza también a generar problemas físicos o como comentaba hace unos días, hasta los hábitos “atractivos” con los que abrimos esta etapa recluidos, ya no lo son tanto, ni tan siquiera las relaciones sociales son iguales que hace tres semanas.
Superado el mes de forzada clausura, el intercambio de memes se ha reducido en los grupos de washap (algo que a muchos nos congratula, pero no deja de ser un síntoma del cambio en el cambio), los problemas de convivencia crecen e incluso las llamadas que antes hacías y recibías con sonrisas, ahora se quedan en un “qué tal”, “cómo vais”…y tras la anhelada respuesta de un “bien, todo bien, todo igual”, se secan las palabras.
Los que además nos comunicamos poco, al principio éramos unos auténticos plastas en contar cosas. Aprovechábamos al máximo el feed-back de cualquiera que se “atrevía” a llamarnos o escribirnos para iniciar una larga conversación que comenzaba superficialmente para pronto desbocarnos a comentar anécdotas, intercambiar opinión, analizar aquel argumento, describir situaciones que jamás comentarías, incluso, ya exultantes por la oportunidad de dialogar (por escrito o de viva voz) narrábamos hasta esas ocurrencias somnolientas que, en nuestra cotidianeidad “antes de”, ni tan siquiera recordaríamos ni mucho menos verbalizaríamos por su trivialidad.
Este diario es una prueba de esa necesidad de comunicar en los primeros días de este caos en el que un virus ha convertido nuestra vida diaria.
Sin embargo, los últimos días (y desde que adquirimos conciencia que esta coyuntura se iba a alargar más allá del 26 de abril para aquellos que no estamos en el grupo que diariamente ha de mantener –aunque reducida- su actividad) no hay forma de salir del estado de melancolía y también, he de confesarlo, del estado de holgazanería desde hace tres días.
No obstante, a veces ocurren cosas que te obligan a reubicarte mental y psicológicamente en el presente y reconducir las tontadas entre las que deambula tu pensamiento a lo que es verdaderamente importante o, al menos, lo que has de priorizar. Y todos coincidiremos en que, hoy, como ayer e incluso como “antes de”, lo primero es la salud.
En junio de 2011, la por entonces, directora general de la Organización Mundial de la Salud, Dra. Margaret Chan, ofreció una conferencia que, bajo el título de “la creciente importancia de la salud mundial en los asuntos internacionales”, apelaba a cómo, tras la crisis financiera del 2008, fue la salud la principal víctima.
La directora general calificaba de desastre esta consecuencia que entre otras cosas provocó un mayor número de muertes, aumento de pobreza, caristia de alimentos y la repercusión económica que todo ello lleva inherente en reducción de puestos de trabajo, opciones de empleo, inversión científica e incluso retroceso en el desarrollo mundial en todos los factores.
La Dra. Chan hablaba entonces de una vindicación moral de la salud.
Ahora, menos de una década después, algunas de sus reflexiones parecen premoniciones de todo aquello que, prácticamente, todo el planeta está experimentando en esta pandemia.
Más trivial es referirnos a aquella frase de la canción compuesta por el compositor argentino Rodolfo Sicammarella y versionada por, me atrevería a decir, centenares de grupos y cantantes, referida a las tres cosas que hay en la vida: salud, dinero y amor.
Por no recordar uno de tantas frases de Hipócrates en las que afirmaba “un hombre sabio debería darse cuenta de que la salud es su posesión más valiosa”.
Todo ello estaba ahí antes de que explotará este COVID-19; sin embargo, pocos o nadie (no seamos hipócritas) nos acordamos de la necesidad de cuidar y preservar la salud cuando disponemos de ella.
Pocos o nadie, hace caso a otra afirmación del griego padre de la medicina, “la función de proteger y desarrollar la salud debe ser incluso superior a la de restaurarla cuando está deteriorada”.
Esa falta de inversión en salud, esa ausencia de otorgar valor a la ciencia, ese ninguno de cualquier profesión sanitaria (médicos, enfermeros, A.T.S, etc.) los últimos años, queremos compensarlo ahora con dar aplausos desde un balcón cada día.
No, señores, la hemos “cagado” y desde hace años. Lanzar improperios políticos ahora es una desfachatez amoral cuando casi nadie ha aportado calidad y atención a aquello que no solo lo merecía sino que lo requería…y lo necesitaba.
Al final, tenía razón Hipócrates cuando de forma contundente expresó una de sus más famosas sentencias: “Las enfermedades no nos llegan de la nada. Se desarrollan a partir de pequeños pecados diarios contra la Naturaleza. Cuando se hayan acumulado suficientes pecados, las enfermedades aparecerán de repente”.
Y de repente ha aparecido el coronavirus. Y solo eso es lo importante. Pero, sí, hay un pero, y es que el coronavirus no es la única enfermedad que nos acecha cada día. Por desgracia, la naturaleza sigue atacando a los seres humanos, hay más bichos aparte del covid, hay más bacterias, hay más infecciones…
No obstante, la carencia de medios para atajar una gran pandemia provoca que, muchas de otras enfermedades queden “aparcadas” ante la necesidad de orientar la atención de los sanitarios en un virus que se está llevando la vida de miles de personas.
Iba a poner un ejemplo de cómo, la falta de recursos impide “atender” a otras enfermedades menores que, en cualquier otro momento, se resolverían con facilidad. Iba a comentar un caso cercano, que ha tenido a mi familia en vilo las últimas 48 horas. Sin embargo, cuando iniciaba esta opinión he conocido la muerte del padre de un compañero de profesión minutos antes de entrar en directo en el informativo. Nos ha pedido cumplir con su labor y así lo hemos hecho, ha sido muy duro ver su intervención en televisión en lo que ha considerado un homenaje a su padre y en lo que desde aquí, aunque a él no le llegué, es mi homenaje a él por su profesionalidad.
Sí, amigos, además del COVID la gente muere por otras enfermedades. Hay miedo en ir al hospital y cuando vas a veces es tarde. Mañana el padre de mi compañero no estará incluido en el número de fallecidos por el bichito que de forma gélida entregan como estadística cada día las autoridades sanitarias, pero, él no podrá despedirse de su padre como quisiera porque este coronavirus nos ha robado hasta ese adiós.
En 2008 nos lo avisaron, no se hizo caso. La inversión en la salud se ha de hacer cuando disponemos de ella y no cuando nos invade por completo, así que, a pesar de que el inicio de este escrito tenía un final, ahora tiene otro que lo expresa mejor el poeta Ángel González con estos versos:
Me arrepiento de tanta inútil queja,
de tanta
tentación improcedente.
Son las reglas del juego inapelables
y justifican toda, cualquier pérdida.
Ahora
sólo lo inesperado o lo imposible
podría hacerme llorar:
una resurrección, ninguna muerte.