Entre rayos y relámpagos hemos borrado del calendario este sábado de abril (otro nefasto sábado) en el que sigue resistiéndose a brillar el sol para ver más luz en esta fortaleza donde permanecemos cautivos.
Una muralla que va más allá de las paredes de nuestro hogar y que extiende la sensación de vacío al mundo que nos envuelve.
Por un motivo personal que sigue inquietándonos a esta hora, pero esperamos que evolucione en positivo y nos permita volver a la “normalidad” familiar dentro de esta “anormalidad, he cruzado las fronteras de mi urbanización para encontrarme con unas calles inhóspitas y grises, desiertas del bullicio de la ciudad e invadidas de soledad, de silencio… y de miedo.
Entre tanta información y tanta desinformación se ha establecido un sentimiento de pavor que se percibe y, a pesar de sentirnos prisioneros en casa es, curiosamente, en el hogar donde parece que hemos establecido nuestro rincón de confort, nuestra zona de seguridad blindada, nuestro refugio; aunque este sea un estado ficticio y nos hallamos agarrado a estos pilares como una trampa que lleva implícita una frágil garantía.
La calle me ha parecido lúgubre, pero la rabia y el desánimo se han apoderado por completo cuando, otra vez, el sábado, Sánchez ha oficializado lo que todos intuíamos y no queríamos creer.
El presidente ha apuntado cambios que, aunque importantes para los niños, resultan nimios para los que cada día no es uno menos, sino uno más de encierro. Y todo eso mientras cae la lluvia casi desesperadamente a orillas del Mediterráneo (uno de cada dos días está lloviendo en estos lares desde la llegada de la primavera según han contado hoy los informativos).
Dicen que para ver el arco iris es necesario contemplar una tarde de lluvia. A mí siempre me han relajado las tempestades otoñales e invernales. Me gusta el olor a lluvia, me resulta relajante el sonido del chispeo contra los cristales o los barrotes del balcón (siempre que no sea de noche y cada relámpago se convierte en un estruendo que te altere unos nervios crispados por todo la coyuntura que nos rodea); pero ahora, cuando todo está marcado por los sentimientos carceleros es más complicado cultivar la empatía hasta con aquello que te embelesaba “antes de…”
Por eso hoy ha sido un día horrible. Mi intención esta semana, que comenzó con buen ánimo, era convertir este muro en un lugar terapéutico que me aliviara y permitiera a quien se acerca aquí (os aseguro que siento cada una de vuestras palabras o emoticonos como ese abrazo en el que acunar mis emociones y mis desazones) un rato de desinhibición.
Hoy os pido perdón por no conseguir mantener la capacidad de jugar con la ironía y la anécdota para construir un relato ocurrente y alentador. Disculpad, pero esta jornada no lo voy a lograr tampoco.
Soy consciente que muchos comenzáis a cansaros de este rincón, más cercano a un muro de lamentaciones que a una columna que armonice el ánimo con la distracción. Yo soy la primera que está agotada de no poder reír y de no saber hacer sonreír en este momento.
Sinceramente, estoy cansada de sentir un golpe en el estómago cada vez que enciendo la televisión, sobre todo el sábado y más hoy, en un sábado que, sinceramente no sé ni cuándo empezó porque más bien es la continuidad de una “rara” tarde de viernes enlazada con una noche horrible (realmente no sé cómo atajar estos ataques de insomnio que parecen ya la única compañía nocturna; aunque lo que más inquieta es la permanente alternancia entre ratos de duermevela y la súbita ruptura de esos momentos de forma abrupta con sobresaltos en forma de pesadillas). Despertar y conocer algunas situaciones un tanto preocupantes no ha resguardado la armonía mental.
No obstante, rendirse es lo fácil y después de un rato de languidez tras el desayuno me ha surgido la parte guerrera que busco con la esperanza de creer que la mantengo en algún recoveco de mi interior.
Por ello, he intentado acogerme a algunos recursos como escuchar recomendaciones musicales que descubrir, desconectar de las tareas periodísticas o llamar por teléfono o intercambiar mensajes con los amigos (algo que cada día me cuesta más iniciar, simplemente porque tengo la sensación de que rompo “sus momentos”, de intimidad o de actividad; ell@s por no dejar de ser amables, responden cortésmente y hasta me recomiendan libros, lecturas, música, pero siempre tengo la duda de ser inoportuna. Ahora todo es una lata y hay ratos que cualquiera podemos ser cargantes).
En fin, reconocida mi fragilidad y con la ilusión de dormir, aunque intranquila, un rato largo durante esta luna y despertar mañana con noticias más laxas, comienzo uno de esos libros recomendados por uno de esos amigos que siempre están, escuchan y regalan sabias palabras que miman tus inquietudes. Una historia que “te ayudará a encontrar razones y motivos para amanecer con entereza, a pesar del encierro cada día” me dijo. El libro es “El hombre en busca de sentido” de Víctor Frankl.